
Su perfección le ganó fama y prestigio. Todos los grandes, los poderosos, hacían fila para verse inmortalizados en grandes telas. Pero sus óleos no se limitaban a los caprichos del que tiene, no señor. Un paisaje verde y amarillo, el crepúsculo amenazante y una mesa dejada a su suerte en una batalla injusta contra la fuerza de las termitas eran también motivo de grandes obras.
Fue más allá que cualquiera cuando, en un obrar análogo al literato que escribe sobre las palabras, capturó en toda su intensidad sus materiales de trabajo. Pinceladas sobre pinceles; colores que eran la imagen y ellos mismos a la vez; una paleta irisada de forma tal que expelía en figura irreal un aroma a trementina inconfundible.
Una tarde de otoño una mujer anónima e irreconocible apareció por su estudio. Su deseo de ser retratada era tan genuino y firme que no pudo negarse. Más aún, tanta pureza vio en su convicción que se aprestó a hacer de su retrato la mejor de sus obras.
Cogió de un estante sus mejores pinceles. De un cajón extrajo unos óleos inmaculados, joyitas limitadas del mundo artístico, cuya posesión respondía a la gratitud de un rey aficionado a su trabajo. Desenfundó su mejor atril y adoptó su más ensimismada actitud para comenzar la labor.
Sus manos enfundadas en un aura mística parecían danzar sobre la tela, revelando una magia desconocida en la realidad. Los colores eran de una viveza abrumante, queriendo salir de la tela para cobrar vida. El pintor no era ya un artista sino que un dios, un artesano iluminado alcanzando alturas impensadas en sus trazos maravillosos.
Llevaba más de tres horas ante su musa cuando casi llegó al fin. La observó con santa detención para imprimir el iris justo al último detalle. Soltó su pincel asombrado de su propia capacidad cuando observó el cuadro terminado. Quiso agradecerle, mas no alcanzó a expresar palabra alguna cuando se volvió a su modelo y la vio despedirse con un coqueto gesto de mano, mientras se esfumaba en una transparencia continua para desaparecer por y para siempre.
Zuru