Solo, lleno de paz interna, Soberbio Gómez no hacía más que observar la lenta, triste e inevitable caída de las hojas huérfanas del otoño. Parecían bailar al son de la dulce melodía del viento de la tarde, formando remolinos al descender. Oteaba también el constante movimiento de las aves y la mutación de colores en el horizonte a medida que la noche amenazaba con caer.
A pesar del frío que comenzaba a arreciar, el parque se encontraba vivo y animado. Los más pequeños disfrutaban de los juegos, mientras muchos otros caminaban por los cuidados y hermosos senderos entre los árboles, o se arrimaban a la comodidad de las bancas cercanas al centro de la plaza, donde se hallaba una enorme escultura de corte abstracto. Era, en fin, una tarde de domingo como tantas otras.
En la esquina nor-poniente estaba la entrada a la estación de metro. Dados el día y la hora, el flujo de pasajeros era casi nulo. Mas, a las 19:00 exactas, emergieron de la escalera cinco hombres vestidos de forma uniforme con ternos impecables. Eran altos, de figura atlética y cortes de pelo similares, y todos llevaban sobrios lentes oscuros. Cuatro de ellos, habiendo apenas salido de la estación, se situaron de forma rauda en las esquinas del parque. El quinto se ubicó en el centro. Tras quitarse la correa con la cual tenía asegurado un maletín a su muñeca, lo posó sobre una zona lisa de la estatua. Lo abrió y extrajo el dispositivo en su interior, colocándolo a un costado del maletín. Acto seguido, hizo una seña a sus colegas, quienes extrajeron del bolsillo interno de sus chaquetas unos artefactos pequeños que a la distancia parecían punteros láser. El sujeto del centro consultó su reloj, esperó unos segundos y dio la venia a los otros para que encendieran los artefactos. De manera instantánea todos los presentes en el parque se fueron de bruces contra el suelo. Todos, salvo los cinco sujetos y Soberbio Gómez.
Una vez que los hombres en las esquinas guardaron sus implementos, el tipo del centro procedió a guardar el dispositivo y colgarse el maletín en la muñeca. Luego caminó hacia un cuerpo que yacía tras una banca y llevó sus dedos al cuello del caído para cerciorarse que había muerto. Los demás se unieron a él junto a la escultura. Entonces, Soberbio se levantó de la banca y con caminar seguro se acercó a los hombres. Uno de ellos le extendió la diestra y le dijo:
- Bienvenido recluta Gómez.
- Gracias. Llámeme Soberbio.
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