¿Quién dijo que en Chile no hay música? Simplemente no la escuchamos. Algo falta en nuestro oído musical que no nos permite disfrutar de ella, dejar de pensar por unos instantes y detenernos a sentir. Pensar y sentir, agudizar el oído y escuchar la sinfonía urbana que día a día construimos.
Es de madrugada. Aún no termina de amanecer, cuando el triste e imponente sonido del Soul se levanta en los paraderos, al son del paso lento y mecánico de los nuevos esclavos de la modernidad, en su camino a una vieja y conocida rutina. Sus lamentos se elevan poco a poco, imperceptibles, pero a la vez, imponentes, con la fuerza de quien invoca a los dioses esperanzado de alcanzar, algún día, la tan anhelada libertad.
Y poco a poco despierta la ciudad. Los lamentos bajan, y se entremezclan con la locura urbana que hace su aparición: Una rapsodia, una Rapsodia Bohemia. Desorden, ruido, bocinas, autos de un lado a otro. Estamos a punto de la total esquizofrenia, de entregarnos por completo a este elogio a la locura, y de repente, pausa.
Comienza el interludio, baja la intensidad. Podemos descansar un segundo, mientras disminuye la cantidad de gente en las calles. Ya es media mañana y podemos seguir caminando, con el oído atento a los sonidos de la calle.
Poco a poco se descubren otros ritmos. El vals de una pareja de ancianos que camina de la mano. Un, dos, tres, un dos tres. Paso a paso, lado a lado, hacia una plaza. A sentarse, a recordar los tiempos idos, mientras tranquilos y acompañados uno del otro, esperan que termine este baile. Mientras tanto, una Fuga, aquel ritmo inconfundible, acompañante inmediato luego de la realización exitosa de un lanzazo, se eleva y baja casi instantáneamente, confundiéndose con el Landó de un grupo de inmigrantes que busca hacerse un espacio en esta selva.
Los fuertes tambores nos indican el mediodía, y poco a poco aumenta la intensidad. Pero es distinta. No concurre aquella locura del alba, sino que ahora es una masa más ordenada, pero también más eufórica. Y es que a la hora de la comida siempre hay fiesta y cumbia, mientras nos reunimos a compartir el pan. Y ni hablar si hay deportes, pues la fiesta se alarga mientras nuestra selección juega partido. ¡Y esa sí que es una mezcla extraña! Aún se escuchan algunos zapateos y “vueltas” propios de la cueca en el pase corto e intrascendente al que veníamos acostumbrados, ocultos tras la pasión y frontalidad del tango que un loco intenta enseñarnos.
Mientras termina la fiesta y los transeúntes vuelven a sus lugares de trabajo, se escucha a lo lejos la explosión de sonidos que vienen saliendo de los respectivos colegios. Si se agudizan los sentidos se percibe el perreo de un grupo de pokemones al son del reggaeton en el parque forestal, al tiempo que alzan, tan diversos como lo son los jóvenes, el punk, el funk e incluso ciertos versos de hip-hop de protesta, que algún día quisieron ser propuesta. Y es que con ellos se levanta una fauna impresionante y diversa, que sorprende, a pesar de que a veces no logre conformar una perfecta armonía.
Termina el día, y silenciosos avanzan los viajeros a sus hogares. Cansados ya de la rutina y de ese ruido, en el cual no logran percibir la hermosa (aunque a veces disonante) sinfonía que constituye la ciudad. Como el pop, instantáneo e insubstanciales, no somos capaces de entregarnos y saborear la música del día a día. Y es que hay un ritmo clave, que despierta, que da fuerza, que liga la racionalidad del jazz con la fuerza pasional del blues, pero que los chilenos no conocemos. Tenemos la música. Nos falta el rock.
DIEGO NAVARRETE S:
Nos falta mucho rock aún. en chile y el mundo.
ResponderEliminarComo diría Bon Scott "...Let there be Rock!!"
De Gonzalo Rojas para Gonzalo Rojas:
ResponderEliminar"Me los sé de memoria. Tienen el pelo sucio
como los perros del arroyo.
Se sientan en su rabo con orgullo y molicie
a leer la palabra de Dios en las estrellas,
con la sarna en el lomo, y la paz en el alma.
Se sientan en el vómito de la pasión, y lloran
su cautiverio, y saben conversar de la muerte.
(...)"
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