
Nació en Caracas, pero su sangre no es caribeña. Los venezolanos arden de rabia sabiendo que su juego exquisito pudo cumplir otro destino y estar al servicio de la vino tinto.
En la tierra del Amazonas imponente, la alegría desbordante, el carnaval eterno y los hombres que aun sin idear el juego hicieron de su práctica una obra digna de admiración, la imagen del genio apilando rivales a su paso y desatando la algarabía con un gol que es un llanto, es como un fuego que quema por dentro a quienes lo vieron partir al otro lado del mundo, e imploran que vuelva para otra vez maravillarlos.
Pero Jorge Valdivia, el Mago que no se vale de varitas ni ilusiones para sus trucos, es, por fortuna, chileno.
Y aun con tanto agasajo a cuestas, no se duerme en los laureles ni se amilana cuando frente a él se hallan los jugadores que hicieron del arte de mantener la portería inmaculada una profesión. Pues el ilusionista guarda un as bajo la manga, y no duda en indicarle al balón que vaya a sus pies pues en ellos se forja la magia. Un toque preciso que hipnotiza a los gigantes suizos que ven en ese acto el inicio del fin. Paredes, que por una ironía tan cruel como perfecta es el llamado a romper la muralla europea, no vacila al dejar al portero atrás, que desesperado y frustrado yace en el césped, con unas ganas tremendas de llorar.
Y entonces, como en una representación paralela e independiente, pero bañada en sincronización, chico Mark olvida sus lesiones y amarguras y recuerda cuánto de pasión y sacrificio ha puesto en esta vaina de defender a su país para aparecer por el área donde se gestan y ganan las batallas. Por un instante vuelve a su infancia, esos tiempos en que correteaba por las mismas tierras que hoy recorre como a saltos de titán, y comprende que en esta vida no existen las casualidades. Con un brinco que estremece los cimientos mismos de la humanidad, captura el envío de su compañero para decretar la muerte temporal y fictica, pero tan condenada y jodidamente real, de todos sus compatriotas que sienten que su corazón deja de latir por una eternidad cuando la caprichosa coquetea con el travesaño, pero resucitan para gritar una vez más: ¡goooool conchamimadre!
...¡y que venga España, carajo!
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