jueves, 1 de julio de 2010

Caída



Le miré directamente a los extintos ojos. Sus cuencas de fuego exhalaban ira en el reflejo. La cara rasgada sudaba sangre. El antiguo tatuaje, que alguna vez formó la figura de una bella mujer, ahora era sólo una mancha nebulosa entre los jirones de piel. Las manos, cubiertas por gruesos guantes de cuero negro, no eran más que el recuerdo de aquellas creadoras de perfección.
Del pecho nacía una deformación, fruto de huesos resquebrajados y vueltos a romper. Su torso desfigurado denunciaba mil penurias. Sus piernas conservaban la fuerza, mas el impulso no bastaba. Las alas sufrieron mil machetazos para volverse un triste y desmejorado retazo de una anacrónica maravilla. Ya nunca emprendería el vuelo.
Entonces, como siempre, se preguntó cómo sucedió. Recordó dolor y desesperanza, miseria y llanto. Recordó los tiempos en que todo lo conocido dejó de ser, para dar paso al horror. Ese maldito descubrimiento que impuso el fin. No quiso recordar más, sin saber que inevitablemente lo volvería a hacer.
Rompí el espejo. Uno de los heresiarcas de Uqbar alguna vez sentenció que los espejos son abominables porque multiplican el número de los hombres. Pienso distinto. Los aborrezco porque son efímeros.
A la distancia, un ser total suelta una lágrima.

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